Cuando compro cuadros
o- lo que está más cerca de la verdad-
cuando contemplo aquello de lo que me puedo imaginar dueña,
prefiero lo que podría darme placer en cualquier momento:
la sátira de la curiosidad en la que sólo es discernible
la intensidad del ánimo;
o justo lo contrario – la antigüedad, la sombrerera con
adornos medievales
en la que aparecen sabuesos con cinturas que se estrechan
como la del reloj de arena,
ciervos, aves y gente sentada.
Puede ser simplemente una losa, tal vez una biografía
literal
(con letras espaciadas, sobre una especie de pergamino),
una alcachofa con seis tonos azules, el tripartito
jeroglífico con patas de agachadiza,
la cerca de plata que protege la tumba de Adán o Miguel
tomando a Adán por la muñeca.
El énfasis intelectual demasiado estricto sobre cual o tal
cualidad
merma el placer.
No debe pretenderse desarmar nada, ni tampoco debe honrarse
a la ligera el éxito generalizado,
aquello que es grande por que otra cosa es pequeña.
En conclusión: sea lo que fuere,
debe estar “iluminado por miradas penetrantes en la vida de
las cosas”,
debe reconocer las fuerzas espirituales que los crearon.
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